
Pero, responsabilizar a “ultras”, “agitadores” o “chavistas” de las crecientes movilizaciones sociales no es nada nuevo. En las décadas de los años 30-40 del siglo pasado se consideraba “apro-comunistas” a los luchadores sociales, durante los años 60 se les tildaba de “castristas” y en la época de la subversión terrorista se calificaba a los sindicalistas y defensores de los derechos humanos como “pro-terroristas”. A todos ellos se les acusaba de promover disturbios y violencia contra el orden establecido.
La violencia en política, es decir, el uso de la fuerza para imponer los puntos de vista propios a sus adversarios nunca lleva a nada bueno. Ya hemos vivido esa tragedia. En realidad, si existe algún país en la región donde sus habitantes están vacunados contra la violencia política es el Perú. No sirve, como dice la experiencia, para conseguir el cambio social pregonado ni tampoco para ganarse la adhesión de la población. Por el contrario, fortalece a las posiciones más autoritarias, alienta el conservadurismo y crea temor y rechazo generalizado.
Por eso el cambio social, necesario e inevitable, será en democracia, pacífico y respetando el estado de derecho; aunque como todo cambio político de verdad afectará los intereses de “los de arriba”, los que siempre han utilizado su cercanía al poder para beneficio de sus negocios y nunca hicieron suyo el clamor popular ni se identificaron con el sentido de patria. Así, se comprenderá el porqué se busca descalificar como “violentista” o “antisistema” a quien enarbola la bandera del cambio social. Y también el porqué de quien la arrió.
Fuente: La Primera/Carlos Tapia.
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